Posibles presentaciones de síndrome depresivo en la vejez

El inicio clínico de la depresión en el anciano puede cursar con una pobre alteración del estado de ánimo. Incluso puede aparecer enmascarada con otros síntomas principales, tales como la pérdida de apetito, alteraciones mnésicas, insomnio, síntomas somáticos, ansiedad o irascibilidad. Puede simular un cuadro de demencia senil, hablándose entonces de pseudodemencia depresiva.

Cuando un anciano se deprime, a veces su depresión se considera erróneamente un aspecto natural de esa etapa de la vida. La depresión en los ancianos, si no se diagnostica ni se trata, provoca un sufrimiento innecesario para el anciano y para su familia. Cuando la persona de edad avanzada acude con el médico, puede describir únicamente síntomas físicos. Esto ocurre porque el anciano puede mostrarse reacio a hablar de su desesperanza y tristeza. La persona anciana puede no querer hablar de su falta de interés en las actividades normalmente placenteras, o de su pena después de la muerte de un ser querido, incluso cuando el duelo se prolonga por mucho tiempo.

Según la cuarta edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-IV), no todo paciente deprimido presenta la sintomatología completa que caracteriza el cuadro, por lo que propone que el paciente debe cumplir al menos 5 de los criterios diagnósticos establecidos para realizar un diagnóstico de depresión mayor. Sin embargo, los individuos que no cumplen con ese número de criterios, pueden sufrir a causa de la existencia de alguno de estos síntomas. Esto sucede especialmente en individuos mayores, que con frecuencia presentan molestias somáticas y síntomas de depresión o ansiedad que no cumplen los criterios diagnósticos de un trastorno depresivo mayor según el DSM-IV. Por otro lado, el trastorno depresivo menor no es reconocido por el DSM-IV como categoría diagnóstica oficial; sin embargo, se acepta como una forma subsindrómica de depresión, de mayor prevalencia en los individuos ancianos que residen en la comunidad y que involucra mayor riesgo de aparición de un trastorno depresivo mayor.

Los trastornos depresivos afectan alrededor del 10% de los ancianos que viven en la comunidad, entre el 15 y el 35% de los que viven en residencias geriátricas, dependiendo de las características del centro, entre el 10 y el 20% de los que son hospitalizados, en torno al 40% de los que padecen un problema somático y están en tratamiento por ello, y dan lugar al 50% de las hospitalizaciones de personas de la tercera edad en unidades de Psiquiatría de Hospital General. En ancianos continúa siendo más prevalente entrw las mujeres, pero entre los varones aumenta proporcionalmente su prevalencia por una brusca pérdida de roles, de modo que a los 80 años pueden sobrepasar a las mujeres.

Además, la depresión es más frecuente en ancianos con bajos ingresos económicos, bajo nivel cultural, divorciados, separados y en la población rural.

Posibles presentaciones de síndrome depresivo en la vejez 1La población geriátrica padece una alta incidencia de trastornos que asocian síntomas depresivos y deterioro cognitivo. Así por ejemplo, la incidencia de depresión secundaria a enfermedad de Parkinson se ha estimado en torno al 40%, la prevalencia de síndrome depresivo post-ictus entre un 30 y un 50% y la incidencia de depresión secundaria a enfermedad de Alzheimer entre el 10 y el 20%.

Institucionalizados

Frente a los datos expuestos anteriormente, en poblaciones comunitarias de ancianos con enfermedad de Alzheimer, la prevalencia de episodios depresivos no superaba el 1,5% y la incidencia a dos años el 1,3%. Sin embargo, la prevalencia de episodios depresivos en personas de edad avanzada institucionalizada, que constituye la población con mayor prevalencia de demencia, es 6 veces mayor que la prevalencia de episodios depresivos en la comunidad de individuos de edad avanzada no institucionalizados.

El deterioro cognitivo puede dificultar la identificación de los síntomas depresivos por parte del paciente. Cuando se interroga a los familiares sobre síntomas depresivos, la prevalencia aumenta hasta el 85%.

 

También puede ocurrir que los trastornos físicos comórbidos hagan subestimar indebidamente los síntomas depresivos o induzcan atribuciones erróneas sobre la naturaleza y la causa de los síntomas depresivos. Esto nos obliga, en los pacientes con deterioro cognitivo y otras enfermedades físicas, a tomar en consideración todos los síntomas depresivos, independientemente de la atribución que sobre los mismos tenga el propio paciente.

También puede ocurrir que los criterios diagnósticos actuales de episodios depresivos sean inadecuados para identificar los síntomas depresivos clínicamente significativos en edades avanzadas.

Además, la manifestación de los síntomas depresivos puede variar a medida que el deterioro cognitivo progresa. Aunque la depresión es más frecuente en los estadios iniciales de la demencia, ésta puede presentarse en fases más avanzadas y la gravedad de la depresión no se correlaciona con la gravedad de la demencia.

Pseudodemencia

En último término, la verificación del diagnóstico de depresión en pacientes con deterioro cognitivo requiere tomar en consideración parámetros externos como la historia personal y familiar, el curso de la enfermedad, las correlaciones biológicas y la respuesta al tratamiento. Así, por ejemplo, la incidencia de episodios depresivos en la enfermedad de Alzheimer es mayor en aquellos pacientes con historia personal o familiar de episodios depresivos.

La depresión en esta etapa de la vida se suele acompañar de cambios corporales como hipercortisolemia, aumento de la grasa abdominal, pérdida de densidad mineral ósea, incremento en el riesgo de diabetes tipo 2 e hipertensión. Un trastorno depresivo, a cualquier edad y por lo tanto también en edades avanzadas suele producir alteraciones cognitivas, fundamentalmente de la atención y la memoria. Esto unido a la inhibición psicomotora propia de los cuadros depresivos puede inducirnos a confundir una depresión primaria con una demencia. A estos cuadros se les ha denominado durante mucho tiempo “pseudodemencia”.

Este término es en sí mismo confuso. Ha llevado a diagnosticar erróneamente a todos aquellos pacientes con quejas cognitivas que no cumplían estrictamente los criterios diagnósticos de demencia, de pseudodemencia y por extensión de depresión. Resulta evidente que la depresión no es el único diagnóstico diferencial de la demencia y que si el diagnóstico de demencia se descarta, y se confirma el de depresión el prefijo “pseudo” está de más e induce confusión.

Los síntomas que nos han de hacer pensar en el diagnóstico de depresión y no de demencia se recogen en la tabla 1. Los más indicativos de depresión son la rápida instauración de los síntomas en pocas semanas, la rápida incapacitación del paciente, el predominio de las quejas subjetivas del tipo “soy muy torpe, no sé hacer las cosas, se me olvida todo, no sé, etc.”, unas pruebas neuropsicológicas que no confirman un deterioro global y significativo sino en todo caso alteraciones cognitivas sutiles de predominio subcortical, la intensa anhedonia y los antecedentes de episodios depresivos previos.

Posibles presentaciones de síndrome depresivo en la vejez 2

Los pacientes de edad avanzada sin demencia y con depresión mayor se pueden dividir en tres subgrupos. En todos ellos se detecta pérdida de memoria. Pero se detectan dos subgrupos más pequeños que se caracterizan por los déficit de atención o por los déficit ejecutivos asociados a la pérdida de memoria. El deterioro ejecutivo se relaciona con la mayor edad de inicio de la depresión y con mayor deterioro del funcionamiento general de los pacientes. Así como los déficits de memoria y de atención mejoran con el tratamiento de la depresión, los déficit ejecutivos persisten, lo que indicaría que están causados por alteraciones cerebrales distintas. Los déficit en funciones ejecutivas se relacionaron con recaídas frecuentes y depresiones resistentes al tratamiento. Además, los pacientes con déficit ejecutivos se pueden beneficiar de programas de rehabilitación que disminuyen la discapacidad global y mejoran el pronóstico

Depresión y Suicidio

La muerte por suicidio es posiblemente el epílogo más dramático de la existencia humana. Entre la población anciana, sin embargo, se acepta socialmente como resultado de una decisión comprensible ante la involución de la vejez, la soledad y la enfermedad crónica. Es un «balance vital» cuya aparente lucidez concluye en abreviar el sufrimiento insoluble, interminable e insoportable. Sin embargo, tanto los trastornos afectivos como su complicación más grave, el suicidio, son más frecuentes que en el resto de la población y son los estados que mediatizan este «balance».

En todos los países progresivamente se observa una misma tendencia: el suicidio es cada vez más frecuente en la edad avanzada. Entre el 30-65% de la población mayor de 65 años presenta sintomatología depresiva, y de ellos, uno de cada siete enfermos se suicida. Es decir, el 15% de los ancianos con un cuadro depresivo consuma el suicidio.

De todos los pacientes que cometieron suicidio, el 70% presentaban un síndrome depresivo y además habían sido visitados por su médico o un profesional sanitario en las 6 semanas previas al acto.

El mal curso de la depresión aumenta la vulnerabilidad suicida, así, los cuadros depresivos recurrentes, los episodios más prolongados con un nivel de remisión menor son factores que aumentan el riesgo.

A partir de ciertas edades factores psico-sociales pueden agravar el cuadro depresivo, haciéndolo más complejo y facilitando la conducta suicida. La soledad, el aislamiento social y el entorno ambiental del anciano dificultan notablemente la petición de ayuda o el acceso a tratamiento psiquiátrico.

También la situaciones vitales desfavorables aumentan el riesgo suicida, entre ellas pueden nombrarse ser el principal cuidador del cónyuge dependiente, con escaso soporte familiar, acompañado de importante de aislamiento y/o dependencia del entorno familiar y social, padecer enfermedades crónicas y dolorosas, pérdida afectiva significativa, de la que se dependía vitalmente, cambio de status social: traslado a residencia, pérdida de autonomía.

Los rasgos caracteriales suelen acentuarse al llegar a la vejez y determinadas personalidades determinan dificultades mayores para enfrentarse al envejecimiento saludablemente, a la vez que la comorbilidad con el estado depresivo descrito anteriormente, aumentan el riesgo suicida.

Personalidades pasivas y dependientes o la presencia de rigidez y elevada exigencia y autocrítica suelen evolucionar con el paso del tiempo en personalidades evitativas, pesimistas y ansiosas con más riesgo de suicidio.

El paciente anciano se plantea el suicidio tras realizar una búsqueda de soluciones ante la nueva situación de frustración de sus necesidades básicas, dolor psicológico intolerable, sentimientos de desesperanza e indefensión, derivados de la nueva situación vital que debe afrontar. Los rasgos de personalidad premórbidos influyen en la adaptación y aceptación del cambio y situaciones difíciles que debe afrontar.

En función de estas características podrían delimitarse los siguientes patrones cognitivo emocionales presuicidas:

  • Patrón depresivo, inhibido, en el que el acto suicida es premeditado, deliberado.
  • Patrón de irritabilidad, agresividad, en el que la conducta suicida es impulsiva.
  • Patrón de ansiedad psíquica y agitación motora, personalidad dependiente.

Las enfermedades médicas que cursan con dolor, invalidez y evolución crónica, son un factor “suicidógeno” potencial. En el anciano la pluripatología puede limitar significativamente la calidad de vida, y en ausencia de un suficiente soporte familiar o asistencial, el «suicidio como balance» entre la continuidad del sufrimiento o la liberación de la muerte anticipada se plantea como alternativa «racional».

El patrón neurobiológico suicida puede ser inducido por fármacos, tan utilizados en los ancianos por su patología somática. Siempre se han de valorar los efectos secundarios o interacciones de los mismos y su posible facilitación del riesgo suicida, porque tengan acción depresora, ansiógena o desinhibidora. Algunos de fármacos más frecuentemente implicados son los broncodilatadores adrenérgicos, hipotensores, antiparkinsonianos, corticoides, citóstaticos o los analgésicos susceptibles de crear dependencia.

Los dos factores de riesgo suicida más significativos son: el trastorno psiquiátrico (especialmente los Trastornos depresivos en ancianos) y el antecedente de haber realizado previamente un Intento de suicidio. Por ello, siempre es necesario preguntar sobre los antecedentes suicidas, sin temor a que con ello se provoquen las ideas o planes autolíticos y el correcto tratamiento farmacológico del trastorno psiquiátrico.

La relación Suicidio Consumado/Intento suicida es de 1 a 3 entre los ancianos, en cambio entre los jóvenes llega a ser de 1 a 30. Los ancianos utilizan métodos más violentos y eficaces, y el acto suicida suele ser premeditado y estructurado, cuidando no poder ser rescatados.

De todo ello se deduce la importancia de valorar la gravedad del Intento de suicidio en el anciano, dado el alto riesgo de consumarlo posteriormente con medios más violentos, ya que la intención letal es muy elevada.

El suicidio es una vía final pluricausal, que no se puede simplificar a una sola patología causante. Se debe ser crítico con las falsas creencias: «El suicidio es una respuesta razonable al stress vital», cuando en realidad el 95% de los suicidas padecen un trastorno mental. «Las ideas depresivas y de muerte son naturales en la vejez», son los ancianos que presentan una enfermedad depresiva o un trastorno depresivo secundario a una patología médica, aquellos en los que aparecen pensamientos de muerte como solución final.

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